lunes, enero 08, 2018

Despertar a un lunes diferente

Los planes rebosan en mi cabeza durante las horas previas al lunes. Si el viernes anterior me he acordado de traer la agenda conmigo, en el margen superior derecho de la página concreta, con bolígrafo de tinta color rojo, hiero la celulosa con un sinfín de llamadas: sube tal artículo que escribiste acerca de X, haz esto, adelanta aquello… Sin olvidar la ingente cantidad de deberes laborales que siguen al margen y que esperan pronta solución. El saber que llevo las alforjas llenas para el lunes venidero es lo que me ayuda a abrir los ojos a ese día, génesis artificial de la semana, y a hacerlo con decisión y no con pereza. Sin embargo, cuanto más planes voy apiñando, más débiles son los cimientos de mi castillo de ideas y pretensiones, pues el viento sorpresivo, un Eolo siempre con urgencias, lo derriba todo sin contemplaciones ni miramientos: ese olvidadizo aliento suele ser el de mi comandante, al otro lado del hilo telefónico.

Cuando llego a mi puesto y pulso la tecla de encendido del ordenador, muchas de mis tareas resultan imposibles, por lo que trato por todos los medios de dar con una meta que me facilite aprovechar los largos minutos que necesita el sistema operativo para “entrar en calor”. Lo ideal y a lo que me suelo obligar a látigo es sentarme a la mesa y, cuaderno al frente y bolígrafo en la diestra, arrancarme pensamientos, ideas y escenas; vaciar con cucharilla de café el océano durmiente de mi cabeza. No es fácil y otras encomiendas me atraen como cantos de provocativas sirenas, aunque sea pasar el paño húmedo por las estanterías y mesa y deshacer esa perenne capa de polvo gris en un mundo gris. En ocasiones, con una simpleza aterradora, prefiero sentarme y esperar en blanco.

Cuando la “magia” sucede y escribo, o cuando no sucede nada, el teléfono cobra vida y mi comandante le da una patada a mi agenda. Aún habiendo tenido tiempo de sobra para comunicarlo en los días precedentes, como el viernes mismo, siempre recuerda tal o cual gestión a la que ha de darse curso con urgencia; un cambio de ruta que te agría el gesto a la fuerza. Es entonces, como ya apunté, cuando el castillo tiembla y se desmorona, quedando todo relegado en un zafarrancho a deshora.

El pasado 20 de noviembre podría haber sido un lunes cualquier, a la espera del salto de mata del aparato telefónico. Me encontraba de camino al trabajo, con la agenda bien arañada de rojo. Sospechaba que algo sucedería y temía que fuera lo de siempre, pero me equivocaba. A pocos metros del lugar al que me dirijo cada día para agotar las ocho horas de recibo y las que sean necesarias, unos maullidos insistentes y de desesperada cadencia in crescendo llamaban la atención de los viandantes; procedían de debajo de un vehículo estacionado en la calle.

La última vez que me vi en una de estas, el animal estaba bajo el capó, así que, como mucho, solo se pudo dejar una nota al usuario del vehículo pero, aún así, me fui del lugar con mal cuerpo.

Ese lunes 20 de noviembre la cosa resultó diferente: el animalito estaba a la vista, pero al otro lado de la rueda trasera izquierda. No sé qué me poseyó, pero, haciéndome insensible al frío, me desembaracé de mi chaqueta sin pensarlo dos veces y no me importó cubrirme las manos de grasa y mugre para guiar al gatito hacia su libertad, suspirando de alivio al comprobar que no estaba enganchado a nada y, aún con esfuerzo, logré asirlo y extraerle sin daño para él, pues me dejó, fruto del miedo, una buena impronta en forma de finas y pequeñas rayas rojas en el dorso de la mano.

Sacarlo de la trampa y elevarlo en el aire me produjo una sensación de satisfacción maravillosa y difícil de describir. Mi gesto era poco menos que triunfal y fue acompañado por manifestaciones de alegría de los pocos curiosos que se habían arremolinado a mi alrededor sin importunarme; individuos que, para mí, solo existieron cuando rescaté al animal; ni notaba el rugoso suelo en el que hincaba la rodilla.

Agradezco de todo corazón que los responsables de la clínica dental, que hay frente al lugar donde el vehículo estaba estacionado, me permitieran acceder a sus dependencias para desprenderme de la gruesa película de grasa que me llegaba hasta más allá del antebrazo, y que me prestaran una toalla para llevar al pequeño gato hasta mi cercano puesto.

Una vez en el despacho nos costó lo nuestro tranquilizar al simpático bichejo, pues se rebelaba a quedar confinado en la alta caja en la que lo depositamos por el momento. Su carácter se suavizó cuando volví del supermercado con una tarrina de comida para felinos. Aunque no dejó de maullar un solo segundo, cuando el buche lo tuvo satisfecho, se calmó y pronto se hizo inseparable de mis pasos y entonaba un ronroneo constante con cada caricia que te cubría los dedos de nuevo a grasa de automóvil.

Me sentía feliz, con una sonrisa perpetua, a pesar de mi desesperada lucha con el teléfono colgado del pabellón auditivo por contactar con las protectoras, pues no podíamos quedarnos con el gatito que, erróneamente, creíamos que era hembra. Hacía de las suyas por mi despacho, se subía al pie de mi silla y ahí esperaba por mimos y juegos. Su presencia era confortante.

Y en un descanso al teléfono, mi jefe me dejó boquiabierto al reprenderme: ¿qué hacía yo buscando problemas al salvar gatos callejeros?

Lo dejé pasar, pues tampoco me sorprendió su reacción.

Tras muchas vueltas, tanto que hasta nuestro becario, aún con su alergia galopante (mucho más intensa que la mía), abogada por quedarnos con el gato como mascota del despacho, por fin contacté con la protectora y vinieron a por nuestro amiguito. Se me rompió el corazón entonces, pues sabía que el animal confiaba en mí y lo llevaba de cabeza dentro de un transportín, junto con un completo desconocido. No había otra.

Las horas posteriores pasaron en silencio, sin sus maullidos. Nuestro becario realizó varias gestiones para que el gatito fuera adoptado cuanto antes, dándonos la noticia, al día siguiente, no solo de que era macho y no hembra, sino que ya había sido entregado a una familia cuando un colega suyo contactó con la protectora para llevárselo a casa.

Aún siento añoranza por esas cortas horas en su compañía, con su nervioso cuerpecillo moviéndose por todas las esquinas, sus ronroneos y su bello porte blanquiazulado y esos ojos celestes. Desconozco si guardará recuerdo de mí, de alguno de nosotros, de mis dedos sobre su lomo, mis caricias… Pero conseguí salvar una vida y eso es lo que cuenta en mi haber. Mereció la pena abrir los ojos a ese lunes.



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